En el diagnóstico hay pocas discrepancias. La Presidencia de Enrique Peña Nieto ha sufrido un enorme deterioro en los últimos cuatro años: el declive empezó a darse lentamente en 2013, por las movilizaciones de la CNTE, se aceleró en 2014 en dos puntos de inflexión las atrocidades de Iguala y Cocula contra los estudiantes de Ayotzinapa en septiembre y la revelación por parte de Carmen Aristegui de la corrupción en torno a la “casa blanca” en noviembre, se volvió caída libre a partir del 31 de agosto de 2016 por la visita de Donald Trump a México, y tocó fondo dicen los optimistas tras del gasolinazo y los consecuentes brotes de ingobernabilidad. No incluyo en este breve recuento la violencia criminal y las violaciones a los derechos humanos porque tengo para mí que han incidido un poco menos en el enojo antipeñanietista, tal vez por ser considerados una calamidad heredada.
Diagnosticar la crisis de nuestro país, pues, no es difícil. La complicación empieza a la hora de buscar soluciones. Hay una obvia irritación social con Peña Nieto por su ADN priista sus corruptelas, su cooptación autoritaria, sus intentos por poner autoridades a modo en el Sistema Nacional Anticorrupción y por su torpeza al tomar decisiones delicadas en momentos críticos.
Un caso emblemático de esto último es el retorno de Luis Videgaray al gabinete, de donde había salido no por sus evidentes yerros como secretario de Hacienda sino porque invadió el terreno de la diplomacia, cometió una pifia monumental al traer a Trump a Los Pinos y dañó la investidura presidencial.
Por laignorancia diplomática que reconoció en su discurso de toma de posesión que mezclada con soberbia genera estupidez, en vez de ir a tender puentes en una reunión privada en territorio estadounidense, para efectos prácticos le hizo al candidato antimexicano un acto de campaña cuando iba en picada. Pues bien, el responsable de ese error histórico en la política exterior de México resultó designado secretario de Relaciones Exteriores. Peor aún, por su influencia sobre el presidente y por su cercanía con Trump, que el propio canciller se empeña en difundir, el mensaje de su designación es doblemente oprobioso: Videgaray controla a Peña y Trump controla a Videgaray.
Por decisiones como esa, por su insensibilidad al no dar marcha atrás al aumento en los precios de la gasolina y la luz y por muchas cosas más, somos legión los mexicanos que deseamos que Enrique Peña Nieto no hubiera llegado nunca a la Presidencia. Pero es imperativo, para normar nuestro criterio, informarnos sobre las consecuencias de pugnar por su renuncia. La Constitución dice que, en caso de “falta absoluta” del presidente a partir del tercer año del sexenio, el secretario de Gobernación se hará cargo del Ejecutivo mientras el Congreso nombra en un plazo de sesenta días y por mayoría absoluta más de la mitad de los votos, con al menos las dos terceras partes de los legisladores presentes al presidente sustituto.
Esto quiere decir que el PRI y sus aliados impondrían al sucesor. ¿Queremos darle todo el poder presidencial a Miguel Osorio Chong por un par de meses y luego a Luis Videgaray por casi un par de años para que, sin la debilidad de Peña Nieto, hagan y deshagan en el país? Quizá me equivoque, pero yo pienso que sería peor el remedio que la enfermedad.
Lo cierto es que, en cualquier escenario, la ciudadanía debe seguir vigilante, pacífica y articuladamente movilizada (sin vandalismos ni saqueos y con una estrategia nacional), para revertir el gasolinazo, para asegurarse de que el SNA no siga siendo desvirtuado (tres de los siete integrantes de su Comité Coordinador son hoy priistas), para impedir que continúe el entreguismo ante Donald Trump, para amarrarles las manos a secretarios y gobernadores en el manejo del dinero y en las elecciones y para, en suma, traer al presidente a rienda corta.
El desafío no escambiar de gobierno sino cambiar de régimen, y eso es imposible sin la participación deuna sociedad informada, organizada y actuante. No soy partidario de revoluciones violentas ni creo en una democracia sin instituciones. Sostengo que necesitamos una nueva Constitución, una depuración profunda de los partidos y de los mecanismos de representación democrática.
Me duele México, me duele su descomposición que viene de lejos pero que se ha agudizado por culpa de este PRIgobierno y lamento que mucha gente asuma sin revisar trayectorias y comportamientos que todos los representantes somos iguales. Eso es precisamente lo que quiere el priismo gobernante, es lo que promueve en las redes sociales: que no se distinga, que se diga que da igual quién gobierne, pues solo así puede seguir ganando elecciones.
No, no hay soluciones fáciles para nuestra crisis, pero sí hay una certeza: si no creamos un frente opositor de cara a 2018 y dejamos que el régimen priista continúe y se consolide, su corrupción sistémica y su autoritarismo restaurado vivirán con nosotros por otra eternidad. (El Universal)