(NACIÓN 321).- Dicen que hubo un tiempo en que la pretensión era que Cancún siguiera el ejemplo de lo hecho en Copacabana. Querían que el trazo siguiera la lógica de ese distinguido barrio en Río de Janeiro, donde la máxima es respetar y promover el espacio público.
Para lograrlo, la ciudad carioca construyó una avenida costera, una ciclovía y un enorme malecón para marcar el final de la ciudad y el inicio de la playa. De esta manera, quien se hospeda en los hoteles más lujosos del destino turístico o quien vive en la periferia, tiene el mismo derecho a bañarse en las aguas del Atlántico.
Por eso algunos de los desarrolladores que escucharon los rumores para la construcción de Cancún pensaron que se trataría de un caso sui generis para México. Se proponía romper con el modelo más común de privatización en la práctica, que sucede en la mayoría de las ciudades costeras de nuestro país, donde los hoteles dominan los accesos, restringiendo la entrada a nuestras costas.
Decían que querían construir una alternativa económica para el país, que querían hacer un destino turístico, incluso se pensó en impulsar una ciudad para ser disfrutada de manera similar entre visitantes y habitantes. La realidad ha sido completamente distinta.
¿Qué pasó en el camino? Se disponían de recursos económicos y de un paraíso natural. Se tenía sólo un modesto pueblo de pescadores que no significaba problemas en términos urbanísticos. Todo estaba listo. Pero en la fórmula también había un elemento que acompaña a la entidad, y al país en su conjunto, que evitó que este fuera un ejemplo de ciudad justa: la rapacidad de la clase política y los intereses privados.
Hablamos pues de una clase llena de privilegios, que usa su liderazgo de manera extractiva, pasando por encima de los intereses comunes y que ha construido ciudades a su medida. Una clase unida en su desprecio por el futuro común y a la que sólo le interesa lucrar para su disfrute.
El último ejemplo más claro de este desprecio por lo público para beneficio personal tiene como su mayor representante a Roberto Borge, exgobernador de Quintana Roo.
Él y sus cómplices lograron venderse a sí mismos terrenos privilegiados que eran propiedad del estado a precios ridículamente bajos. Hectáreas y hectáreas de franja costera, selvas de exuberantes parajes compradas a centavitos por sus prestanombres, familia y desarrolladores inmobiliarios cercanos.
Ahora Roberto Borge está en una cómoda cárcel en Panamá, pero sus secuaces se encuentran en todos los niveles de gobierno, en lujosos departamentos del Caribe, disfrutando de los desfalcos que han hecho una y otra vez a este un país en la impunidad total.
Cancún, una ciudad que actualmente se acerca al millón de habitantes, pudo ser una urbe pensada para disfrutarse, pudo ser como Copacabana. Pero el desprecio por lo público se impuso y hoy es una ciudad donde el habitante promedio padece de un transporte público indigno, donde las playas más bonitas son inaccesibles, donde los ecocidios suceden cotidianamente.
Lo hecho por Borge y compañía fue robar algo más importante que el dinero, se robaron el futuro. Lo importante y alarmante de este caso es que otra vez deja al descubierto un modelo criminal que se repite en todo el país, perjudicando la vida de millones de personas.
A esta clase política es a la que tenemos que expulsar de nuestras instituciones, a estas personas hay que ponerles un alto con aparatos gubernamentales sólidos, aplicando leyes que persigan el interés común. Somos las personas comunes quienes debemos representar nuestros propios intereses. México tiene un reto enorme frente a sí, pero también un sueño que vale la pena: hacer, con nuestras manos, que lo público sea sinónimo de excelencia.