Contratistas y senadores y magnates y miembros de la alta burocracia. La fortuna de los oligarcas mexicanos –como lo ha detallado Gerardo Esquivel– ha crecido exponencialmente en los últimos años. Y los millonarios han logrado esto en colusión y connivencia con el presidente y quienes lo rodean. Pueden seguir engordando mientras no lo confronten políticamente y en la medida en que el Estado absorbe el riesgo por ellos. Les provee fondos para invertir, les otorga condonaciones fiscales, les da recompensas monetarias vía transferencias no fiscalizadas y gasto corriente. En un regreso al capitalismo estatista –antitético a la modernización–, el Estado bajo Peña Nieto nacionaliza los riesgos pero privatiza las ganancias a aquellos cercanos al primer mandatario y leales a él.
Algo similar a lo que describe Karen Dawisha en su libro Putin’s kleptocracy: Who owns Russia; un patrón que entraña ir desmantelando pesos y contrapesos en favor de la recentralización del poder y el manejo del dinero. El círculo pequeño, el círculo de Atlacomulco, una especie de cábala que controla las privatizaciones, restringe la democracia y regresa al PRI a las prácticas del Paleolítico. A lo que han hecho Roberto Borge y Humberto Moreira y Javier Duarte y César Duarte y Emilio Gamboa y tantos más. Ante ello, la democracia electoral no es una salvaguarda suficiente. Todas las elecciones en democracias transicionales enfrentan problemas: reglas electorales abigarradas o incumplibles o maleables o demasiado fluidas que permiten la manipulación y el fraude. En teoría, estos problemas deberían disminuir con el paso del tiempo, cediendo el lugar a la consolidación democrática. Pero, como demuestra una decisión reciente del Tribunal Electoral –que protegió al Partido Verde a pesar de su violación sistemática y reiterada a la ley–, la institucionalidad electoral está en crisis.
Y la presión pública en favor del cambio ha resultado inferior a la capacidad del régimen para sabotearlo. Con la economía estancada y el peso devaluado, la lógica de los peñanietenses parece clara: mantener el control férreo sobre todo lo que puedan, mientras continúan saqueando al país, sin límites y sin rendición de cuentas. Su idea nunca fue ir caminando a lo largo de la ruta democrática incipiente. Más bien decidieron no tomarla. Porque ha sido más conveniente para sus intereses económicos retomar las riendas del poder que compartirlas con otros. Para ello han violado la ley (como en Ayotzinapa), participado en actividades criminales (como en Quintana Roo), controlado el sistema legal (como en Veracruz), domesticado a los medios (como ocurre con casi todos los periódicos) y mantenido la cohesión a través de una combinación de garrotes y zanahorias, premios y castigos.
Llegó la hora de reconocerlo. Llegó el momento de admitirlo. El gobierno de Enrique Peña Nieto ha construido un sistema de depredación masiva que el país no había visto antes. Está allí en las cifras, en los datos y en las investigaciones que presentan instituciones como Transparencia Internacional, Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, el Instituto Mexicano para la Competitividad. Está allí reflejado en los #PanamaPapers y en las cuentas offshore que involucran a prominentes miembros de la clase política y empresarial. Amigos, todos, que en lugar de ser los motores de modernización de la economía mexicana han acumulado sus fortunas apoyándose en el poder centralizado del Estado mexicano.
Contratistas y senadores y magnates y miembros de la alta burocracia. La fortuna de los oligarcas mexicanos –como lo ha detallado Gerardo Esquivel– ha crecido exponencialmente en los últimos años. Y los millonarios han logrado esto en colusión y connivencia con el presidente y quienes lo rodean. Pueden seguir engordando mientras no lo confronten políticamente y en la medida en que el Estado absorbe el riesgo por ellos. Les provee fondos para invertir, les otorga condonaciones fiscales, les da recompensas monetarias vía transferencias no fiscalizadas y gasto corriente. En un regreso al capitalismo estatista –antitético a la modernización–, el Estado bajo Peña Nieto nacionaliza los riesgos pero privatiza las ganancias a aquellos cercanos al primer mandatario y leales a él.
Algo similar a lo que describe Karen Dawisha en su libro Putin’s kleptocracy: Who owns Russia; un patrón que entraña ir desmantelando pesos y contrapesos en favor de la recentralización del poder y el manejo del dinero. El círculo pequeño, el círculo de Atlacomulco, una especie de cábala que controla las privatizaciones, restringe la democracia y regresa al PRI a las prácticas del Paleolítico. A lo que han hecho Roberto Borge y Humberto Moreira y Javier Duarte y César Duarte y Emilio Gamboa y tantos más. Ante ello, la democracia electoral no es una salvaguarda suficiente. Todas las elecciones en democracias transicionales enfrentan problemas: reglas electorales abigarradas o incumplibles o maleables o demasiado fluidas que permiten la manipulación y el fraude. En teoría, estos problemas deberían disminuir con el paso del tiempo, cediendo el lugar a la consolidación democrática. Pero, como demuestra una decisión reciente del Tribunal Electoral –que protegió al Partido Verde a pesar de su violación sistemática y reiterada a la ley–, la institucionalidad electoral está en crisis.
Y la presión pública en favor del cambio ha resultado inferior a la capacidad del régimen para sabotearlo. Con la economía estancada y el peso devaluado, la lógica de los peñanietenses parece clara: mantener el control férreo sobre todo lo que puedan, mientras continúan saqueando al país, sin límites y sin rendición de cuentas. Su idea nunca fue ir caminando a lo largo de la ruta democrática incipiente. Más bien decidieron no tomarla. Porque ha sido más conveniente para sus intereses económicos retomar las riendas del poder que compartirlas con otros. Para ello han violado la ley (como en Ayotzinapa), participado en actividades criminales (como en Quintana Roo), controlado el sistema legal (como en Veracruz), domesticado a los medios (como ocurre con casi todos los periódicos) y mantenido la cohesión a través de una combinación de garrotes y zanahorias, premios y castigos.
Llegó la hora de reconocerlo. Llegó el momento de admitirlo. El gobierno de Enrique Peña Nieto ha construido un sistema de depredación masiva que el país no había visto antes. Está allí en las cifras, en los datos y en las investigaciones que presentan instituciones como Transparencia Internacional, Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, el Instituto Mexicano para la Competitividad. Está allí reflejado en los #PanamaPapers y en las cuentas offshore que involucran a prominentes miembros de la clase política y empresarial. Amigos, todos, que en lugar de ser los motores de modernización de la economía mexicana han acumulado sus fortunas apoyándose en el poder centralizado del Estado mexicano.
Contratistas y senadores y magnates y miembros de la alta burocracia. La fortuna de los oligarcas mexicanos –como lo ha detallado Gerardo Esquivel– ha crecido exponencialmente en los últimos años. Y los millonarios han logrado esto en colusión y connivencia con el presidente y quienes lo rodean. Pueden seguir engordando mientras no lo confronten políticamente y en la medida en que el Estado absorbe el riesgo por ellos. Les provee fondos para invertir, les otorga condonaciones fiscales, les da recompensas monetarias vía transferencias no fiscalizadas y gasto corriente. En un regreso al capitalismo estatista –antitético a la modernización–, el Estado bajo Peña Nieto nacionaliza los riesgos pero privatiza las ganancias a aquellos cercanos al primer mandatario y leales a él.
Algo similar a lo que describe Karen Dawisha en su libro Putin’s kleptocracy: Who owns Russia; un patrón que entraña ir desmantelando pesos y contrapesos en favor de la recentralización del poder y el manejo del dinero. El círculo pequeño, el círculo de Atlacomulco, una especie de cábala que controla las privatizaciones, restringe la democracia y regresa al PRI a las prácticas del Paleolítico. A lo que han hecho Roberto Borge y Humberto Moreira y Javier Duarte y César Duarte y Emilio Gamboa y tantos más. Ante ello, la democracia electoral no es una salvaguarda suficiente. Todas las elecciones en democracias transicionales enfrentan problemas: reglas electorales abigarradas o incumplibles o maleables o demasiado fluidas que permiten la manipulación y el fraude. En teoría, estos problemas deberían disminuir con el paso del tiempo, cediendo el lugar a la consolidación democrática. Pero, como demuestra una decisión reciente del Tribunal Electoral –que protegió al Partido Verde a pesar de su violación sistemática y reiterada a la ley–, la institucionalidad electoral está en crisis.
Y la presión pública en favor del cambio ha resultado inferior a la capacidad del régimen para sabotearlo. Con la economía estancada y el peso devaluado, la lógica de los peñanietenses parece clara: mantener el control férreo sobre todo lo que puedan, mientras continúan saqueando al país, sin límites y sin rendición de cuentas. Su idea nunca fue ir caminando a lo largo de la ruta democrática incipiente. Más bien decidieron no tomarla. Porque ha sido más conveniente para sus intereses económicos retomar las riendas del poder que compartirlas con otros. Para ello han violado la ley (como en Ayotzinapa), participado en actividades criminales (como en Quintana Roo), controlado el sistema legal (como en Veracruz), domesticado a los medios (como ocurre con casi todos los periódicos) y mantenido la cohesión a través de una combinación de garrotes y zanahorias, premios y castigos.
No estamos hablando entonces de autócratas accidentales o simple inercia institucional. Peña Nieto y quienes lo rodean o lo controlan han buscado resucitar los pilares del autoritarismo, regido por un clan caracterizado por intereses enquistados que usan a la democracia como decoración y no como muro de contención. México es una democracia fracasada y un neoautoritarismo exitoso. Exitoso para el círculo cerrado que opera en Los Pinos, aliado con el PRI de Atlacomulco. Eso no significa que no haya cuestionamientos o confrontaciones o incertidumbre o inestabilidad o demócratas o aspiraciones democráticas. Pero, bajo la superficie, el priismo peñanietista ha minado, cercenado y trivializado los procesos democráticos para crear un escenario en el cual puede beneficiarse de la rapiña: la expoliación vía licitaciones a modo, privatizaciones a oscuras, endeudamiento público que beneficia a intereses privados.
El politólogo Mancur Olson argumentaba que en democracias transicionales surgen “bandidos errabundos” que se aprovechan de la ausencia de reglas claras para enriquecerse. Eventualmente la pluralidad democrática va acotando su comportamiento hasta extinguirlos. Pero, en el caso de México, en este sexenio los bandidos se han estacionado, ampliando su dominio y multiplicándose incluso afuera del PRI. Allí está Guillermo Padrés para constatarlo. La globalización los ha ayudado a maximizar sus ganancias domésticas mientras depositan lo arrebatado en cuentas fuera del país.
Este patrón de avaricia incontrolable es evidenciado de cuando en cuando a través de reportajes independientes, que casi nunca son retomados ni diseminados por los medios tradicionales. Nos enteramos ocasionalmente de los departamentos, los yates, las cuentas en Panamá, las condonaciones fiscales, las declaraciones 3de3. Con efectos predecibles: la caída en la inversión extranjera, la fuga de capitales ante la desconfianza en la gestión gubernamental, la visión negativa que le dan al país las calificadoras y las instituciones financieras internacionales. Hacer negocios en México implica lidiar con el clan rapaz, con el sistema de tributos y favores y mordidas y reglas no escritas. Entraña pagar para jugar. Entraña tolerar maletines llenos de dinero en efectivo, transferencias secretas, concertacesiones off the record, sobornos a jueces y pagos a reguladores.
Enrique Peña Nieto es un producto de este sistema omnipresente de corrupción, y a la vez lo produce. Un modelo cleptocrático. Un modelo depredador. Un modelo patrimonialista. Y la crítica podría incluir más calificativos, pero más allá de las palabras está el impacto socioeconómico que el peñanietismo produce. Niveles nunca vistos de desigualdad. Niveles nunca vistos de deterioro en infraestructura básica. Niveles nunca vistos de educación subóptima que condena a millones de niños mexicanos al estancamiento social. Fugas de talento y cerebros y mexicanos migrantes que optan por el éxodo ante la realidad recalcitrante que padecen. México se degrada porque su gobierno contribuye a esa situación. Y la desesperanza crece ante los dos años que quedan, ante los nombramientos al Sistema Nacional Anticorrupción que no ocurren, ante la cuatitud y las cuotas en el reparto de puestos. En una frase: “El Estado engorda mientras la población adelgaza”. El Estado, que con Peña Nieto ha concentrado la riqueza en manos de pocos a expensas de muchos. México hoy: el país del pillaje institucionalizado.