Las batallas del Doctor Mireles

Por: Nexos

La niña de 11 años con cuerpo de mujer lo miró fijamente. Desconcertada le preguntó: ¿Qué es eso? Su abultado vientre de siete meses de embarazo llegó al Centro de Salud anunciando una realidad que nadie quería ver. El doctor José Manuel Mireles volvió a preguntar: ¿Cuándo fue tu última regla? Ella insistió: ¿Qué es eso de la regla?

La pequeña volvió al centro médico tres meses después con un bebé en brazos. Fue la primera. Luego siguió una romería apocalíptica de niñas preñadas, de niñas mamás: “En tres años atendí puras niñas embarazadas, la más vieja de 14 años. Supervisé el embarazo de 200 niñas. Hasta que dije: ¡Basta! ¿Qué no hay hombres en este pueblo que defiendan a sus niñas, a sus mujeres?”.

El doctor Mireles respira hondo. Cabello cano, bigote espeso, delgado, alto, manos curtidas por el sol y el trabajo. El recuerdo del pasado, todavía lo estremece de rabia. Revive la impotencia de aquel momento, cuando no sabía qué hacer, cuando estaba seguro que el pueblo, el lugar donde vivía, donde nacieron sus padres, donde crecieron sus hijos, no podía seguir así: “Teníamos dos años planeando cómo levantarnos en armas, pero nunca tuvimos el valor”, dice apretando los labios.img_2738

Las historias de secuestro y violación de esposas e hijas iban en aumento. ¿Cuántas mujeres violadas? ¿Cuántas desaparecidas? La imagen de aquella primera niña embarazada era recurrente, como una pesadilla. Recordaba el rostro inocente, su voz dulce: “Me contó que no sabía quién era el papá del bebé. Su papá es campesino y su mamá trabajaba planchando. Se quedaba sola y cuanto cabrón templario llegaba, la violaba. Nunca supo quién era el papá de la criatura”.

Y llegó la gota que derramó el vaso. Tan sólo en el mes de octubre atendió a 14 niñas embarazadas; seis de ellas compañeras de su hija en la secundaria del turno de la tarde. El tiempo transcurría y para el mes de diciembre, la cifra de niñas gestantes ascendía a 24.

En ese entonces era el presidente de la Sociedad de Padres de Familia de la secundaria y convocó a una junta:

—¿Qué hacemos? —les dijo.

Cada uno de los padres de familia empezó a contar sus propias tragedias. Entre lágrimas narraron cómo habían violado a sus hijas, a sus esposas, a sus hermanas. Los más afortunados ya habían enviado a sus mujeres a vivir a Estados Unidos. Cuando terminaron de describir el infierno de secuestros, extorsiones, asesinatos y desapariciones, en el que todos vivían, el doctor Mireles fue al grano:

—¡Cabrones!… ¿Ni por dignidad nos vamos a levantar? ¿Creen que es correcto lo que está pasando?

El silencio congeló aquel instante. Nadie habló durante cinco o 10 interminables minutos. Nuevamente, el convocante de la reunión hizo uso de la palabra.

—Si aquí en Tepeque somos 25 mil hombres, está claro que somos mayoría.

Esos güeyes no pasan de 90. ¿Por qué no les echamos el pueblo encima?¿Qué estamos esperando?

La afición por la cacería era compartida por la mayoría de sus vecinos. Y les recordó lo que nadie había tomado en cuenta: “Todos somos buenos para balear a lo lejos y corriendo.

Uno de los presentes, intervino:

—Es muy difícil matar a un cristiano.

—No es difícil. El cristiano está más alto y corre más lento que un chivo —contestó Mireles sin ambages.

En ese momento pensó en un refuerzo estratégico que se uniera al contingente de padres de familia. Proveniente de una familia ganadera y de agricultores, formaba parte de la poderosa Asociación Ganadera con mil 800 afiliados: “Fui a hablar con ellos. Y así empezamos lo que hoy se conoce como el Movimiento de Autodefensas, el 24 de febrero de 2013”.

El narcotráfico en este pueblo era parte de la vida cotidiana. Los capos tenían códigos y no se metían con los civiles. El pueblo era un lugar de trasiego de drogas. Pero en el año 2000 las cosas cambiaron drásticamente. “La plaza” fue cambiando de dueño. Llegaron primero los Golfos (Cártel del Golfo), luego aparecieron Los Zetas y después el Cártel de Sinaloa. Con ellos inició una nueva actividad económica: el cobro de piso. Luego, la industria boyante del secuestro se apoderó de la zona.

Con la llegada de Felipe Calderón a Los Pinos la guerra se intensificó. Todos disputaron el territorio a La Familia Michoacana y luego a su escisión Los Caballeros Templarios. A sangre y fuego, el crimen organizado fue dejando una estela de dolor y sufrimiento.

En junio de 2011 le tocó el turno al doctor Mireles: “Me sacaron del hospital a las 10 de la mañana. Nadie se dio cuenta que me levantaron. Me echaron el brazo y me dicen:

—El jefe quiere hablar con usted.

—Al salir, vi tres camionetas de gente armada y me suben a la de en medio. Me ponen una capucha negra en la cabeza y me amarran las manos por atrás. Les dije:

—En la bolsa de la camisa traigo el cheque de esta quincena. Son ocho mil pesos. Eso es lo que gano.

—Si compa, ya sabemos que usted esta aquí de perro, pero no se preocupe, conocemos a quien va a pagar y hasta ya hablamos con él.

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Efectivamente, un tío del doctor Mireles pagó siete millones de pesos: “Fue tremendo, me llevaron a un cerro y me quitaron la capucha negra. Inmediatamente reconocí el lugar. Cobraron siete millones. Aquí nomás hay de dos formas: con el banco o con el panteón. No existe la ley. Lo bueno es que no me mataron”.

Las razones para “levantarse en armas” se iban acumulando para el doctor Mireles quien se resistía a tirarse al monte, aferrado a su bata blanca y estetoscopio.

Pero un nuevo golpe estaba por llegar. Secuestraron a un sobrino de su esposa. Fue un proceso largo y doloroso. Finalmente pagaron la cantidad del rescate, pero no hubo resultados: “No nos regresaron ni una uña, luego de pagar. Yo les ofrecí 50 mil pesos para que me dijeran dónde lo habían tirado. Uno de los captores fue claro:

—Lo tiramos a puras bolsas. Mañana te decimos.

Al día siguiente les llamó y de forma fría el cabecilla le contestó:

—Mira, dile a tu esposa que si siguen chingando, voy a matarle otro familiar.

Tuvimos que poner una tumba en su casa llena de flores, sin nada. ¿Se imagina cómo estábamos? Todos llorábamos.

El doctor Mireles se emociona. Llora. Toma del vaso y dice: “Se me atora hasta el agua”.

Luego siguieron sucesos familiares decisivos. Secuestraron a su hermana menor y luego a la mayor. Los procesos de rescate fueron igualmente largos y muy costosos. Su madre sufrió muchísimo y enfermó.

El plazo era perentorio. El 24 de febrero decidió “levantarse en armas”. Fue a hablar con su padre de 86 años y le expuso sus planes. El señor, aún vinculado a su huerta, le dijo:

—A mí me robaron mis 48 vacas. Ya perdí las vacas. No quiero perder un hijo. El doctor insistió:

—Dame chance, papá —le dijo—. Traigo mucho coraje. Ya se murió mi mamá por el secuestro de mi hermana pequeña. El secuestro de mi hermana mayor lo resolvimos con dinero, pero todo eso le afectó a mi mamá.

Su padre asintió con la cabeza y le dio la bendición. A modo de despedida, le dijo: “Si yo tengo frente a mí a los que ocasionaron la muerte de mi madre, los culpables de los secuestros de mis hermanas, yo sí me los voy a tragar, sin pedirle permiso a nadie. ¡Esta lucha es por lo que ya le hicieron a toda la gente, incluyéndome a mí! No es una venganza personal”.

El doctor Mireles finalmente cambió el consultorio por el campo de batalla. Al principio no fue fácil. A pesar de ser un cazador consumado y con puntería probada, en el campo de fuego las cosas eran distintas.

Los Templarios que antes correteaban a los ciudadanos empezaron a correr perseguidos por los ciudadanos armados. Descubrieron sus puntos débiles, por ejemplo, la mayoría son jóvenes sin experiencia en armas.

“Andan drogados. No le atinan. Eso ha pasado con los muertos que quedan por aquí. Estaban drogados y cuando llegaron, tiraban a la puntada y obviamente, nuestros compañeros están alerta y saben defenderse”.

Las Autodefensas aprendieron técnicas de comunicación. Todos traen radios intercomunicados donde van anunciando el peligro o bien la problemática en cada zona. Cada vez que el doctor Mireles llamaba a sus compañeros, la respuesta era inmediata.

—¿Cuántos balazos se puede echar en un combate?

—Híjole, yo al principio me burlaba de mis compañeros cuando gritaban: “Auxilio, socorro, nos están atacando, ya se nos acabó el parque”. Yo hablaba por el radio y en cinco minutos tenía dos mil gentes en La Ganadera, armados y listos para apoyar. Y nos íbamos en chinga. Pero como no había estado en ninguna balacera, me burlaba. Les decía: no aguantan nada.

—¿Y cómo le fue en su primer combate?

—El día que me tocó el primer combate, la primera emboscada en el Puente del Fierro, maté al cerro a puros balazos, yo creo que está muerto, porque no se ha movido desde entonces.

—¿No que tenía usted buena puntería?

—Sí, pero esa vez me dio muchísimo miedo. Fue la primera vez. Y me di cuenta de lo terrible que se siente. Un minuto bajo las balas se te hace una eternidad. Cuando acabamos la pinche balacera, llegó un reportero y me preguntó que cuánto había durado el combate, yo dije que como dos horas, y me grita mi escolta para decirme: “No, jefe, fueron 15 minutos”.

Añade: “Estaba la carretera llena de casquillos y llegó un coronel del Ejército y nos dijo: ‘¡Cabrones!, parecen federales, mira nomás, todo el puente lleno de casquillos’ ”.

Después de cada combate las Autodefensas suelen hacer el reconocimiento de bajas y detenidos. “Esa vez, los muchachos agarraron a un templario y lo bajaron. Lo traían dos compañeros míos, uno de cada lado, y bajan dos hermanos de él, venía herido del pie. Lo entablillé, le paré la hemorragia, le junté los huesos más o menos como se pudo. Cuando llegaron más militares, se los quisimos entregar y nos dijeron:

—Cuélgenlo, al hijo de la chingada.

Cuenta que intentaron entregarlo a la Policía Federal y la reacción fue similar: “Tampoco quisieron recibirlo. Me decían: ‘Estos perros hay que enterrarlos’. Yo les dije: Si lo cuelgo, me convierto en lo que ellos son y nunca vamos a convertirnos en lo que andamos combatiendo”.

En esa primera vez el doctor Mireles comprobó lo que tantas veces le habían dicho: que el Ejército o las distintas policías rematan a los sobrevivientes de los enfrentamientos. Pero cuenta que él quería hacer bien las cosas. Y buscó la forma de entregar al chico a su familia.

“Llegamos a la Guaje con él y allí había un hermano de su mamá. Lo llamamos y el señor no se quiso presentar para recogerlo. Y le dije a Frutos el de Aguililla: Llévenselo a su casa y entrégaselo a su mamá, pero asegúrense de que lo entreguen vivo. Y así fue. Lo llevaron, pero ni su mamá, ni sus hermanos lo querían recibir y se murió desangrado en su casa. No lo supe hasta los cinco días”.

—¿Y después le mejoró la puntería?

—Sí, pero nunca he usado armas, las uso para mis cacerías. Un compañero me dice: “Jefe, por qué nunca trae una arma”. No pienso usarla. Y me dicen que un día me van a matar. Y yo les digo: ¿Y ustedes qué van a hacer?, el día que me maten es porque ustedes ya están muertos.

—¿Cuál es la mejor estrategia militar en combate?

—Si es de día, contestar inmediatamente y protegerse. Eso lo aprende uno en las batallas. Cuando entramos a Pareo, un kilometro antes, paré a un señor para preguntarle cómo estaba la cosa y me dijo: “Los están esperando en la gasolinera, son muchas camionetas de gente armada”. Agarré el radio y les dije que nos estaban esperando a un kilómetro. Si nos reciben a balazos, me orillo inmediatamente buscando una barrera natural, árboles, cercas de piedra y se les pide que bajen rodando de los vehículos. Apenas íbamos entrando, cuando vi que la camioneta que iba delante se levanta como medio metro con el ataque, traían granadas de guerra. Nos estaban pegando recio. Y que empiezo a sentir los balazos de acá y de enfrente. Nomás levantaban la arenita junto a nuestros pies. Me pegué al muro de concreto. Eso fue a las siete de la tarde, andábamos todos en ayunas. Yo sentí que duramos dos horas y sólo fueron 17 minutos de balacera. Mis camionetas eran más de 100 y ellos tiraban dentro de las huertas de aguacate.

Cuando terminó el enfrentamiento, la gente comandada por el doctor Mireles buscó comida y agua: “Todos los negocios cerrados, nadie nos quería abrir, cuando nos hicimos a un portalito, un señor abrió y le dije: Tenemos mucha hambre. Y nos respondió: ‘No tengo nada, solo café y sopa Maruchan’. Y bueno, pues tomamos café y sopita”.

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Luego una señora abrió su restaurante y los invitó a pasar. Rápidamente les cocinó huevos: “Éramos como unos 300. Y le dije a la viejita: Deme la cuenta, la vamos a pagar todos. Se me quedó viendo y me dijo: ‘Mire señor, aquí va a tener la comida gratis toda su gente por un mes. No se preocupe. Yo me encargo’ ”.

El doctor Mireles le contestó: “No, señora, ustedes necesitan dinero, están más jodidos que nosotros. Pero no quiso nada. Esas son las cosas que me conmueven. Ese es el beneficio cuando limpiamos un pueblo, la gente empieza a vernos con respeto, con agradecimiento”.

El doctor Mireles baja y sube de su camioneta. Me ha permitido acompañarlo en su vehículo durante cuatro días. Vive en una modesta casa en una colonia popular, un inmueble que pertenece a su padre. Su huerta es igualmente sencilla. El dinero es muy chismoso, se nota, y al doctor Mireles no se le ve; al contrario, él y su equipo tienen dificultades para pagar gasolina y alimentos.

Está visiblemente tenso. Piensa que su cabeza tiene precio. Y por tanto no puede permanecer mucho tiempo en un solo sitio. Se mueve constantemente. Su camioneta es objetivo claro de unos y otros: el gobierno, Los Templarios y ahora sus ex compañeros.

Llegamos casi a la una de la mañana a una de las casas. Cualquier ruido es importante. El rechinar de llantas de una camioneta que pasa a gran velocidad. El crujido de la puerta. En la mesa de la entrada, en lugar de un jarrón hay una AK-47, en la mesa del comedor un R-15: “Debería de saber usarlas”, sugiere uno de los escoltas ofreciéndome la Cuerno de Chivo. “Por si alguien viene y nos ataca”.

Los escoltas del doctor Mireles traen R-15, Kalashnikov y escuadras nueve milímetros. Y los compañeros que conforman el Movimiento de las Autodefensas tienen armas similares.

—¿Quién financia a las Autodefensas?

—Nadie. Nosotros.

—¿Y las armas? Son armas de alto poder, caras, difíciles de conseguir.

—Son armas que les quitamos a los muertos. Los Templarios siempre traen buenas armas. Entre nosotros hay de todo, algunas muy viejitas, otras son armas deportivas para la cacería. En fin.

No todos simpatizan con las Autodefensas. Al Ejército y a las distintas policías no les hace mucha gracia verlos por allí armados hasta los dientes. El doctor Mireles recuerda un episodio con un general: “Nos gritó. Nos dijo: ‘Yo no puedo ver gente armada. ¡Sáquense a la chingada!’. Nos salimos del lugar donde estábamos y luego me mandó a decir que si no me callaba el hocico, él personalmente iba a venir a levantarme y a ejecutarme”.

—¿Tanto así? ¿Por qué?

—Porque yo estaba denunciando a los militares corruptos, los que están con Los Templarios, denuncié el dinero que estaba recibiendo cada general en Apatzingán.

—¿Qué pruebas tiene?

—El cuartel del Ejército está a 100 metros de las barricadas de Los Templarios y nunca los detenían. Era el cuartel completo de la 43 Zona Militar con más de mil soldados. Y los hijos de la chingada de Los Templarios a 100 metros encapuchados sin dejar pasar a nadie, así se murieron dos mujeres embarazadas. Yo gritaba enfrente de ellos: “Sé que cada general está recibiendo un millón y medio de pesos para que esos hijos de la chingada sigan trabajando”.

Las Autodefensas empezaron a incomodar al Estado muy pronto. Pero fue hasta enero de 2014, cuando Enrique Peña Nieto designó a Alfredo Castillo como Comisionado para la Seguridad y Desarrollo Integral para Michoacán, quien aseguró que a 100 días de haber llegado controló la situación.

Un control más propagandístico que real, según el doctor Mireles, quien afirma que Castillo fue el que les prohibió “liberar” algunas ciudades en poder de Los Templarios. Por eso, él sigue defendiendo el concepto de vigilancia ciudadana: “Me gusta la palabra Autodefensa porque es la bandera de nosotros y nos funcionó. Antes nos llamamos Policía Comunitaria. El mismo Jesús Reyna nos quitó la palabra “policía” porque aquí en Tierra Caliente no hay comunidades indígenas. Y nos pusimos Autodefensas. Es un derecho constitucional el autodefenderse si las instituciones no lo cumplen. Es para protegernos.

—¿Y las instituciones no cumplen?

—Para que la nación mexicana lo sepa, empezamos a autodefendernos muy tarde, cuando ya nos habían matado a gente de nuestra casa. ¿Por qué? Porque todavía teníamos la confianza y la fe ciega en que el gobierno, responsable de procurar justicia y brindar seguridad pública, hiciera su trabajo, y no funcionó. A pesar de las miles de denuncias que la gente interponía nunca hubo eco, al contrario, había más muerte y desolación para los que se atrevían a presentar una demanda. Es la forma en que tuvimos que hacerlo personalmente.

Luego de la firma del acuerdo con el gobierno, una parte de las Autodefensas iniciaron el proceso de incorporación a la legalidad y se inscribieron en los Cuerpos de Defensa rurales.

El doctor Mireles marcó su raya y se distanció de Estanislao Beltrán, mejor conocido como Papá Pitufo y de Alberto Gutiérrez, El Cinco. Ambos, dice, lo traicionaron y aceptaron un acuerdo que no está claro: “A mí todo lo que diga Papá Pitufo en contra mía, todo lo que diga El Cinco o todo lo que hagan en mi contra, no me afecta en absoluto, no me da miedo lo que ellos dicen, me da miedo lo que hacen. Tengo bien identificados a mis enemigos, son los mismos enemigos del pueblo, son los mismos criminales; pero cuando tengo que cuidarme del gobierno o de mis amigos, es cuando no sé qué hacer. Al enemigo lo conozco perfectamente, lo tengo bien identificado. Pero no a mis amigos que me quieren chingar como Papá Pitufo, El Cinco o Los Viagras, ni al gobierno”.

Hace unos días mientras desayunaba en una fonda del pueblo, a un policía federal que estaba al lado se le fue un balazo. Los escoltas escondieron inmediatamente al doctor Mireles. “Toda la gente que anda conmigo me ayudó. Ellos sí me quieren de a de veras. No tienen sueldo, entonces no es por el dinero. A ninguno le estamos pagando. Están conmigo por lealtad. Lo que estoy haciendo está bien. Yo así lo creo, por toda la gente que me brinda su apoyo”.

El doctor Mireles ha participado en política con el PRI y el PRD, pero dice que después de su experiencia quedó vacunado: “No me interesa la política. Hay gente que se mata por un puesto. Yo no tengo ambiciones y no pertenezco a ningún partido político. No quiero ser rico, no me interesa el dinero. ¿En qué voy a gastar el dinero en este pueblo? Lo único que quiero es vivir en paz. Seguir siendo médico con mi quincena de ocho mil pesos que me alcanza para comer e invitar a alguna muchacha a tomar un refresco. La única responsabilidad que me queda es mi hija pequeña, los otros tres son mayores de 24 años y ellos sabrán cómo resuelven su vida. Tienen mi apoyo, cuando necesitan algo aquí estoy”.

Su incapacidad laboral por el accidente aéreo que sufrió ha terminado. El doctor Mireles debe volver a trabajar al Centro Médico de este pueblo donde hizo su servicio social, un lugar inaugurado precisamente el día que nació en octubre de 1958. Luego vivió 10 años en Estados Unidos, ejerciendo la medicina con la comunidad hispana en Fresno, California. En 2003 volvió a Colima donde recaudó donativos para los damnificados del huracán, una ciudad que le gustó para vivir y compró una casa. Michoacán estaba en guerra, por los enfrentamientos entre Los Zetas y La Familia y tenían sometido al pueblo. En 2007 vino a pasar la Navidad a este pueblo, pero le dio un infarto el 6 de enero y decidió quedarse. Fue cuando el gobernador Leonel Godoy lo invitó a su equipo de gobierno como asesor de Asuntos Internacionales, adscrito a la Secretaría de Salud, pero quiso volver a la medicina y prefirió convertirse en supervisor federal de Salud y después se quedó en Apatzingán como jefe de departamento. Finalmente le ofrecieron volver a su pueblo como director del Centro de Salud de Tepalcatepec, donde se ha incorporado nuevamente.

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Su vida ha dado un vuelco. Recientemente se ha separado de su esposa, luego de 23 años de un matrimonio “muy conflictivo”, según dice. Su relación con Jennifer, una chica de apenas 18 años, ha sido muy criticada, aunque él dice que tiene el permiso del padre de la muchacha, de quien es amigo hace años.

—¿Quiere reconstruir su vida?

—Pienso estar con mi padre hasta sus últimos minutos. Él me dice que me llevaba a la cacería amarrado en su bicicleta cuando tenía dos meses de edad. Yo digo que soy cazador desde que tenía un año de edad, pero mi papá dice que desde antes. Soy cazador, él me enseñó a disparar desde que pude sostener un rifle. Me enseñó a pescar. Él era albañil, no sabe leer ni escribir, pero sus cinco hijos tenemos carrera. Yo nací en la casa de mi abuelo, su padre, era indio purépecha. Vivíamos en una casa de cartón. Cada temporada de lluvia mi papá nos amarraba de los postes para que los ciclones no nos llevaran. Y luego traía otra vez cartones y volvía a hacer la casa en una hora, muy rápido. Entonces, cuando ya empezamos a construir, pues yo apenas podía con un ladrillito; cuando terminamos de construir me tocó subir toda la mezcla, los únicos peones éramos mi mamá y yo. Y todos los tabiques que usamos en la casa nosotros los fabricamos en este patio. Y la hicimos. Ahora me toca estar cerca de él y yo quiero.

El viento mueve las hojas de los árboles frutales plantados en el patio de la casa paterna. Hay mangos, ciruelas en el suelo. El doctor Mireles no sabe qué le depara el futuro inmediato, pero sí sabe cómo quiere vivirlo: independiente, luchando, sin someterse a un gobierno cuyo principal problema es “el vínculo” con el crimen organizado que aún, dice, tiene secuestrado Michoacán. Por eso, repite que va a seguir adelante.

“Creo en la solidaridad y en el amor de la gente. Lo siento. Lo digo honestamente. Aunque yo tenía esposa e hijos en la casa, yo prefería dormir en las trincheras que estar con ellos. Yo sé que mis hijos me han querido todos, no digo lo mismo de la que era mi compañera, porque nunca le importó el movimiento social, ni los comunitarios. Siempre me criticaba, me maldecía cuando llegaba. Mis hijos le decían: ‘Mamá, en lugar de preguntarle cómo le fue, le reclamas’. Ella se enojaba porque no contestaba el celular. ¿Cómo? Estábamos en una trinchera y nos oían. Pero eso no le importaba. No voy a hablar mal de ella, de todas maneras, me dio cuatro hijos hermosísimos a los que quiero mucho y me han hecho ser muy feliz toda la vida”.

—¿Usted sigue viviendo el movimiento de Autodefensas como una causa?

—Yo prefería andar con toda mi gente. Cuando había comida todos comíamos lo mismo, cuando había trancazos era una fraternidad tan sólida que yo decía: No tengo cuatro hermanos, tengo mil hermanos. Se siente bonito. Yo prefería luchar y pelear en todos los frentes de batalla que tener una discusión mínima con mi esposa en mi casa.

“Luego de la balacera de Tancítaro llegué a mi casa a las ocho de la noche. Después de estar todo el día en batalla mi amigo me dijo: ‘¿Por qué no vamos a cazar un venado?’. Se nos quedaron viendo las esposas. ‘¿Cómo es posible si vienen de pelear?’. Yo les dije: ‘Bueno, allá fue pelea, aquí es para relajarnos tantito’. Y nos fuimos. Él mato dos venados grandes de trofeo. Bien chulos y bien sabrosos, porque nada más cazamos para comer. A veces, entramos a los pumas o los leones americanos que matan los becerritos y la gente nos agradece”.

—La Tuta se ríe de usted…

—Sí, fue por la emboscada de Aguililla. Íbamos en una unidad blindada. Y La Tuta se burla de mí en uno de sus videos. Dice que yo corrí como niña. ¿Y ahorita dónde anda él? Anda igual, anda corriendo, aunque sigue siendo el amo y señor de Michoacán.

—¿Y usted qué va a hacer?

—Voy a seguirle. Y no ocupo estar loco para seguirle. Dicen que estoy loco. No se ocupa estar loco para luchar contra estos delincuentes.

Sanjuana Martínez
Periodista. Algunos de sus libros: La frontera del narco, Se venden niños y Prueba de fe: la red de cardenales en la pederastia clerical.

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