La democracia no puede prosperar donde no hay humor

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Publicado originalmente en The New York Times.

Por Rafael Gumucio.                                                  Desde hace 10 años dirijo un instituto de estudios humorísticos en la universidad Diego Portales de Santiago de Chile. En mi calidad de académico del humor debo responder con cada vez más alarmante frecuencia la pregunta acerca de cuáles son los límites del humor. Nadie, que yo recuerde, me ha preguntado nunca por las posibilidades del humor.

Mi respuesta es invariablemente la misma: no sé cuáles son los límites del humor, lo único que sé a ciencia cierta del humor es que empieza justo donde establecemos sus límites. Esa es su gracia y su desgracia perpetua, estar donde no se lo espera. A mis alumnos les lanzo como única instrucción para sus exámenes de fin de curso: “Sorpréndame”. Porque el humor ya no está en lo que me hizo reír ayer sino en lo que no sé que me hará reír mañana.

La pregunta por el límite del humor es especialmente perturbadora y relevante en países como Chile que sufrieron una larga dictadura y donde el aborto es aún ilegal y el divorcio lo era hasta el 2004. La democracia, como el humor, es un límite que se expande siempre. Es algo que creemos compartir pero que en el fondo nos cuesta —no solo en Chile— asumir plenamente.

Opinar y bromear incluso en una democracia puede ser un peligro “mortal”. Lo sé por experiencia propia. Me maté el 15 abril de 2014. Por suerte o por desgracia, resucité solo un mes después. Hice las dos cosas por Twitter, donde esa compulsión por suicidarme ha atraído 135 mil seguidores que cada cierto parecen ponerse de acuerdo para odiarme. ¿Mi primer crimen? Mientras Valparaíso se quemaba, conté en Twitter cuánto me horrorizaba ver como la montaña de alimentos para los perros abandonados era más alta que la de los humanos también abandonados a su suerte. Mi falta de empatía con los animales hizo que muchos de sus amantes desearan bruscamente verme colgado a mí y a mis hijas.

Horrorizado renuncié a mi cuenta. Pero volví a Twitter. Por vanidad y por trabajo (soy periodista), no pude evitarlo. Tampoco pude evitar volver a meter la pata entera. Otra hoguera más o menos igual se alzó esta vez con la diputada Camila Vallejo, conocida por liderar las protestas estudiantiles del año 2011 y también por su fotogénica belleza. Dije que no tenía derecho a quejarse de que algunos humoristas hicieran chistes a partir de esa belleza, cuando su aspecto físico claramente había tenido un rol en su meteórico ascenso político.

De nuevo me llovieron ataques, esta vez de feministas y comunistas. Desde ese entonces cada dos o tres meses (con una puntualidad casi de reloj), el ciclo empieza de nuevo: digo algo en la radio o en Twitter, medio en broma y medio en serio, y estalla una inquisición. Este mes, por ejemplo, no pude explicar de manera convincente que no podía estar hablando en serio cuando dije en radio que no entendía la adopción porque no podía darle un beso a nadie que no fuese de mi familia. El absurdo de un señor que no puede besar a su esposa o a sus amigos y amigas no se le cruzó por la mente a los ofendidos que prefirieron creer que yo, de hecho, era el monstruo que jugaba a ser.

No me defiendo. No soy inocente. El emitir las declaraciones que emití, quería ofender. Busco interpelar; uso la burla, la ironía, el sarcasmo, que son todas unas forma de violencia, pero no cualquier forma de violencia: una que es más bien simbólica, que no elimina ni aplasta al otro, que puede herir pero no deja cicatrices. Porque el humor, como los toros y el amor, es una forma de crueldad ritualizada; es también (a diferencia de los toros pero a semejanza del amor) una forma de compasión, de cercanía, de comunicación. Es esa ambigüedad, que es esencial a la democracia, lo que parecemos no soportar ni un minuto más. Quizás porque preferimos la otra violencia, la que no termina en una sonrisa o un broma de vuelta, sino que elimina al contrincante.

Es evidente que nadie tiene derecho a insultar al perro, al hijo, a la novia de nadie. Pero una condición esencial de cualquier conversación política razonable es que no estamos hablando de tu perro o tus hijos o tu novia. Estamos —o debemos estar—en el terreno de la razón, no del corazón. Esto va a contracorriente de un mundo en el que, cada vez más, sentir las cosas muy intensamente es considerado como algo positivo. Es quizás lo que más me aterra en el tono del debate contemporáneo: no se busca rebatir el uno al otro sino descalificar al enemigo de entrada por su falta de empatía. Pero lo cierto es que ante sociedades cada vez más plurales y diversas no podemos darnos el lujo de excluir de entrada a ningún mensajero, por más que nos ofenda su forma de expresar esa parte de la verdad a la que no podemos acceder sin él.

Los hombres de una sola línea no pueden leer una realidad que es un pentagrama complejo y atonal. Eso explica que el humor, que se complace en la incongruencia, resulte hoy a la vez especialmente necesario y especialmente problemático. Cuando el lenguaje admite de entrada sus fronteras se condena a no salir de ellas. El humor, apostado en las fronteras de todos los signos, amplía el territorio pero lo hace muchas veces a golpe de guerra, sorpresas y trincheras. Es un peligro que la democracia no puede ahorrarse. Lenny Bruce hacía reír tanto como hacía llorar. Jaime Garzón murió porque sus chistes los entendían demasiado bien los sicarios que querían imponerle el silencio.

El humor y la sátira no son siempre heroicos, ni están obligado a ser transgresores, pero no puede vivir sin el doble o triple sentido que ellos comunican. La literalidad es su peor enemigo. Los fundamentalistas cristianos, musulmanes o judíos, insisten en leer sus libros sagrados de modo literal, es decir al revés de cómo fueron escritos. Quizás eso explica la sensación de fragilidad que los obliga a matar, insultar y amenazar de muerte, o exigir que se le ponga límites y silencio al humorista o al polemista que le recuerda que más allá de las fronteras de lo que se puede decir, está lo que tememos que nos digan.

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Rafael Gumucio es escritor chileno y dirige el Instituto de Estudios Humorísticos de la Universidad Diego Portales en Santiago. Su novela más reciente es El galán imperfecto.

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